La tía Lourdes, cuando era universitaria, tenía su propio estilo. Libre, segura, decidida. Entre libros, apuntes y largas jornadas de estudio, solía acompañar sus tardes con un cigarro de la marca Arizona, de esos delgados y elegantes que parecían parte de su identidad.
El papá Juan, en cambio, era un hombre serio, de mirada firme y silencios elocuentes. Todos en la familia sabían que no le gustaba ver a los jóvenes fumar, mucho menos a sus nietos. Para él, era una falta de respeto hacerlo delante suyo. No necesitaba alzar la voz, bastaba su presencia para marcar límites.
Pero un día, algo distinto ocurrió. La tía Lourdes, con ese desparpajo cariñoso que la caracteriza, se acercó al papá Juan y, sin pensarlo mucho, le ofreció uno de sus cigarros. Lo hizo con una sonrisa ligera, quizás esperando una negativa rotunda o una mirada de desaprobación. Pero en lugar de eso, el papá Juan la sorprendió: aceptó el cigarro.
Desde ese día, sin decirlo con palabras, se creó un pequeño ritual. En algunas tardes tranquilas, la tía Lourdes se sentaba junto al patriarca de la familia, y juntos compartían un momento único. Ella era la única nieta que podía fumar a su lado. No por rebeldía, no por privilegio, sino por algo más profundo: una complicidad nacida del cariño, del respeto mutuo y de ese lenguaje silencioso que solo se comparte entre almas que se entienden.
No era solo un cigarro. Era un puente entre generaciones. Era el gesto de un abuelo que, sin renunciar a su esencia, supo abrir una excepción para demostrar afecto. Y era también el recuerdo vivo de que el amor familiar se expresa de mil maneras, incluso en una bocanada de humo que lleva consigo años de historia.