Mi querida abuelita Yolita

Mi mamá Yolita, mi adorada abuelita, siempre me transmitió mucho amor, cariño y una profunda tranquilidad. Adoraba visitarla todos los domingos. Conversábamos por horas y me contaba historias hermosas que guardo con mucho amor en mi corazón.

Una de esas historias, que siempre recordaré, ocurrió cuando ella tenía apenas 11 años. Estaba en la casa de la calle Beaterio, junto al papá Juan —mi bisabuelo—, cuando de pronto una mujer apareció subiendo la calle montada en un burrito, gritando de dolor y pidiendo auxilio. Nadie la ayudaba… hasta que el papá Juan, con ese corazón tan noble que siempre tuvo, salió en su auxilio.

La mujer era una comerciante que cruzaba el puente Bolognesi trayendo mercadería a los tambos, y estaba embarazada, a punto de dar a luz. Mi bisabuelo la bajó del burrito con cuidado y la llevó a casa. Allí, la atendieron con dedicación y la mujer dio a luz a un niño, justo en la casa de Beaterio. Mi mamá Yolita fue su ayudante, siguiendo cada indicación del papá Juan, cuidando a la madre y asegurándose de que el bebé naciera sano.

La mujer, profundamente agradecida, quiso retribuirles el apoyo, pero el papá Juan no aceptó nada a cambio. Sin embargo, antes de marcharse, tras quedarse varios días en casa recuperándose, le dijo algo especial a mi abuelita:
—"Te dejo un regalito, pero quiero que mañana, cuando ya no esté, te mires el pecho frente a un espejo, justo a la altura del corazón."

Mi mamá Yolita, algo asustada, esperó. Al día siguiente, hizo lo que la mujer le había dicho… y ahí estaba: una pequeña marquita blanca, justo sobre su corazón. Nunca antes la había tenido. Ese fue el regalo que le dejó aquella mujer, símbolo quizás de gratitud, de bendición… o tal vez de algo más profundo y misterioso.

Desde entonces, esa historia vivió en el corazón de mi abuelita, como un recuerdo imborrable de generosidad, valentía y de un lazo invisible que une a quienes ayudan sin esperar nada a cambio.

🚬 Fumar junto al abuelo

La tía Lourdes, cuando era universitaria, tenía su propio estilo. Libre, segura, decidida. Entre libros, apuntes y largas jornadas de estudio, solía acompañar sus tardes con un cigarro de la marca Arizona, de esos delgados y elegantes que parecían parte de su identidad.

El papá Juan, en cambio, era un hombre serio, de mirada firme y silencios elocuentes. Todos en la familia sabían que no le gustaba ver a los jóvenes fumar, mucho menos a sus nietos. Para él, era una falta de respeto hacerlo delante suyo. No necesitaba alzar la voz, bastaba su presencia para marcar límites.

Pero un día, algo distinto ocurrió. La tía Lourdes, con ese desparpajo cariñoso que la caracteriza, se acercó al papá Juan y, sin pensarlo mucho, le ofreció uno de sus cigarros. Lo hizo con una sonrisa ligera, quizás esperando una negativa rotunda o una mirada de desaprobación. Pero en lugar de eso, el papá Juan la sorprendió: aceptó el cigarro.

Desde ese día, sin decirlo con palabras, se creó un pequeño ritual. En algunas tardes tranquilas, la tía Lourdes se sentaba junto al patriarca de la familia, y juntos compartían un momento único. Ella era la única nieta que podía fumar a su lado. No por rebeldía, no por privilegio, sino por algo más profundo: una complicidad nacida del cariño, del respeto mutuo y de ese lenguaje silencioso que solo se comparte entre almas que se entienden.

No era solo un cigarro. Era un puente entre generaciones. Era el gesto de un abuelo que, sin renunciar a su esencia, supo abrir una excepción para demostrar afecto. Y era también el recuerdo vivo de que el amor familiar se expresa de mil maneras, incluso en una bocanada de humo que lleva consigo años de historia.

👣 El legado del nombre: la historia del papá Juan

Cuando el papá Juan vino al mundo, era aún muy tierno cuando su madre, Lucía, tuvo que dejarlo. En medio de aquella ausencia temprana, una mujer de corazón grande y alma generosa dio un paso al frente: su tía Indalecia, hermana de Lucía. Sin dudarlo, lo acogió entre sus brazos y lo crió como a un hijo más, con amor, con entrega, y con la fuerza de quien ama sin condiciones.

Esa figura materna marcó a fuego el corazón del papá Juan. Nunca la olvidó. Por eso, con orgullo y profunda emoción, siempre pronunciaba su nombre completo: Juan Quiroz Sotomayor. No era una formalidad, era un homenaje. El apellido Sotomayor llevaba el eco de la mujer que le dio amor cuando más lo necesitaba, que lo sostuvo en silencio y lo formó en valores.

Con el paso de los años, cuando formó su propia familia, el papá Juan quiso perpetuar ese recuerdo en la manera más hermosa que conocía: a través del nombre de sus hijas. A la mayor la llamó Indalecia, en honor a la tía que lo crio con el corazón. Y a la menor le dio el nombre de su madre biológica: Lucía, como un susurro de amor que cruzó el tiempo y las generaciones.

Así, entre nombres y recuerdos, el papá Juan sembró en su familia no solo una tradición, sino un testimonio de amor incondicional. Porque los nombres que eligió no fueron simples palabras: fueron puentes que unieron el pasado con el presente, y que hoy siguen contando una historia de amor, de gratitud, y de raíces que nunca se olvidan.

🛠️ El tío Pedro y el llamado del Jueves Santo

El tío Pedro, esposo de la tía Lucha Quiroz —la hija menor del papá Juan—, abrazó con profundo cariño y devoción la tradición de la familia. Desde el momento en que se unió a ella, vivió cada Semana Santa con el mismo fervor y compromiso que los demás, convirtiéndose en un pilar silencioso pero fundamental de esas celebraciones.

Desde que asumió ese compromiso, lo hizo con el alma. Para él, no era solo ayudar… era honrar una herencia, continuar un legado. Por eso, cada año, una semana antes de Semana Santa, tomaba su teléfono y comenzaba a llamar, uno por uno, a todos los sobrinos:
"Hijito, este Jueves Santo los espero temprano, no se me vayan a atrasar, que hay mucho que hacer..."

Su voz era firme, pero cargada de ternura. Quería que todos estuviéramos allí, en su casa, lo más temprano posible. Nos esperaba con las herramientas ordenadas, como él era: meticuloso, puntual, entregado. Nada se le escapaba. El armado de las andas no era solo un trabajo físico, era un acto de amor y preparación espiritual. Cada clavo, cada tabla, cada cinta… tenía sentido, tenía alma.

El tío Pedro era así: un hombre silencioso pero lleno de fuerza interior. Su entrega y puntualidad eran su forma de decir: "Esto es importante. Esto es sagrado." Y cada Jueves Santo, con sus manos firmes y su corazón encendido, nos guiaba una vez más a ser parte viva de esa tradición que aún late en todos nosotros.

✝️ El ayuno del papá Juan

Cuando se acercaba la Semana Santa, algo en el corazón del papá Juan cambiaba. No lo anunciaba con palabras, pero su espíritu se preparaba en silencio, con recogimiento y fe. Sabía que la procesión del Santo Sepulcro se avecinaba, y con ella, el tiempo de reflexión y devoción que tanto respetaba.

Una semana antes, como lo hacía cada año, dejaba de comer carne. No era una costumbre por obligación, era su manera de vivir la fe: un acto de penitencia sincera, íntima y sagrada. Nadie se lo pedía, pero él lo ofrecía en silencio, como un diálogo entre su alma y Dios.

Ese ayuno era su forma de caminar espiritualmente junto a Cristo, de acompañarlo en su pasión. Era también un ejemplo silencioso para su familia, una enseñanza que no necesitaba sermones: bastaba verlo para comprender el valor de la entrega, del respeto a las tradiciones y de la fe vivida con humildad.

Así era siempre el papá Juan, un hombre de convicciones profundas, cuya fe se manifestaba en gestos sencillos pero poderosos, capaces de marcar el alma de quienes lo rodeaban.