Cada Semana Santa, la procesión del Santo Sepulcro de la Iglesia Señor de la Caña no solo era un acto de fe, sino también una verdadera escuela de vida para los más pequeños de la familia. Recuerdo con cariño aquellos años en los que, siendo niños, salíamos con entusiasmo a vender velas durante la procesión. No lo hacíamos por obligación, sino como parte de la tradición que nos unía, nos formaba y nos enseñaba desde el corazón. Pero había algo que no podía faltar en esos días: la supervisión y ternura de mi tía Tere. Ella era firme, cariñosa y sabia. Antes de dejarnos salir con las velas, se aseguraba de que supiéramos dar bien el vuelto. Nos tomaba la lección, una y otra vez: —“A ver, si una vela cuesta 80 céntimos y te dan un sol, ¿cuánto das de vuelto?” —nos preguntaba con una ceja levantada y esa sonrisa que decía “te estoy enseñando para la vida”. Aquellas lecciones, simples en apariencia, eran más que matemáticas. Nos enseñaban responsabilidad, confianza y el valor del trabajo honesto. Y mientras lo hacíamos, la fe caminaba con nosotros: entre cirios encendidos, cánticos y la mirada serena del Señor de la Caña. Hoy, cada vez que veo una vela encendida o escucho una procesión en la distancia, vuelvo a ser ese niño con una cajita en la mano, el corazón emocionado… y la voz de mi tía Tere guiándome.