Entre los recuerdos más vivos de mi infancia, hay uno que siempre me hace sonreír. Era Semana Santa, y como cada año, toda la familia Quiroz se preparaba para la gran procesión del Santo Sepulcro de la iglesia Señor de la Caña. Las velas listas, los arreglos florales en su sitio, y la emoción en el aire. Pero había un detalle que todos sabíamos —aunque fuera tarde, aunque el sol ya se estuviera ocultando— la procesión no salía hasta que el papá Juan lo decidiera. Recuerdo cómo mi papá Rolando, impaciente y comprometido con que todo saliera perfecto, le insistía con cariño y apuro: — “¡Papá, ya es hora! ¡La gente está esperando!” Pero Don Juan, tranquilo, sentado con su bastón y mirada firme, respondía con serenidad y sabiduría: — “La procesión sale cuando tenga que salir.” Y así era. No había reloj ni campana que apurara la decisión del patriarca. Él marcaba el inicio, como si incluso el tiempo le tuviera respeto. Esa escena, repetida cada año, no solo mostraba el respeto que le teníamos, sino también cómo el legado de liderazgo, fe y calma se transmitía de generación en generación. Hoy, cuando escucho una campana o veo a alguien organizar una procesión, no puedo evitar pensar en ese momento… y en cómo el corazón de la familia Quiroz latía al ritmo que Don Juan marcaba.