Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que la procesión del Santo Sepulcro de la iglesia Señor de la Caña era aún más solemne y festiva, porque traíamos nada menos que a la banda del ejército para acompañarla. Sus trompetas, tambores y cornetas llenaban las calles con una energía que erizaba la piel, marcando cada paso con respeto y fervor. Pero lo que muchos no sabían era que, después de ese despliegue de música y fe, los músicos tenían una parada obligada: la casa de mi tía Lucha. Allí no solo los esperábamos con gratitud, sino con una mesa generosa y el corazón abierto. Como buena anfitriona, la tía servía locro bien calientito, mazamorras dulces, bizcochos recién horneados, y por supuesto, el infaltable ponche que tanto animaba y reconfortaba. La casa se llenaba de risas, sonidos de cucharas golpeando platos y agradecimientos sinceros. Era un momento donde la fe se mezclaba con la tradición, y la música con el sabor de lo nuestro. Esa costumbre no solo alimentaba cuerpos cansados, sino también almas agradecidas. Porque así éramos —así somos— los Quiroz: fieles, unidos y generosos, en cada nota, en cada plato y en cada gesto.