Mi mamá Isabel solía contarme una de esas historias que no se olvidan, de esas que se quedan tatuadas en el alma. Recordaba con ternura cómo, siendo aún joven, vivía la Semana Santa con la inocencia y la devoción más pura.
Junto a su cuñada, mi querida tía Lucha, salían temprano por la mañana con sus pequeñas canastas rumbo a las huertas cercanas —esas que entonces eran parte del paisaje cotidiano y del latido de la comunidad—.
Iban con una ilusión clara y sencilla: recolectar flores para la procesión. No eran flores compradas, sino escogidas con esmero, aún con la tierra fresca en los tallos, como un tributo humilde nacido del amor.
Durante la procesión, caminaban delante de la imagen de cristo del Señor de la Caña, lanzando pétalos con cuidado, como si cada uno fuera una oración muda, un gesto sagrado. Las flores alfombraban el camino y llenaban el aire de aroma, convirtiendo la calle en un santuario efímero pero eterno en el recuerdo.
Esa costumbre, narrada siempre con dulzura por mi mamá, me enseña que el amor por la fe nace en la infancia, en esos gestos sencillos y verdaderos que florecen en la memoria y echan raíces en el alma de una familia.