🎺 La banda, el locro y la casa de la tía Lucha

Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que la procesión del Santo Sepulcro de la iglesia Señor de la Caña era aún más solemne y festiva, porque traíamos nada menos que a la banda del ejército para acompañarla. Sus trompetas, tambores y cornetas llenaban las calles con una energía que erizaba la piel, marcando cada paso con respeto y fervor. Pero lo que muchos no sabían era que, después de ese despliegue de música y fe, los músicos tenían una parada obligada: la casa de mi tía Lucha. Allí no solo los esperábamos con gratitud, sino con una mesa generosa y el corazón abierto. Como buena anfitriona, la tía servía locro bien calientito, mazamorras dulces, bizcochos recién horneados, y por supuesto, el infaltable ponche que tanto animaba y reconfortaba. La casa se llenaba de risas, sonidos de cucharas golpeando platos y agradecimientos sinceros. Era un momento donde la fe se mezclaba con la tradición, y la música con el sabor de lo nuestro. Esa costumbre no solo alimentaba cuerpos cansados, sino también almas agradecidas. Porque así éramos —así somos— los Quiroz: fieles, unidos y generosos, en cada nota, en cada plato y en cada gesto.

🕊️ El que decía la hora: Don Juan y la salida de la procesión

Entre los recuerdos más vivos de mi infancia, hay uno que siempre me hace sonreír. Era Semana Santa, y como cada año, toda la familia Quiroz se preparaba para la gran procesión del Santo Sepulcro de la iglesia Señor de la Caña. Las velas listas, los arreglos florales en su sitio, y la emoción en el aire. Pero había un detalle que todos sabíamos —aunque fuera tarde, aunque el sol ya se estuviera ocultando— la procesión no salía hasta que el papá Juan lo decidiera. Recuerdo cómo mi papá Rolando, impaciente y comprometido con que todo saliera perfecto, le insistía con cariño y apuro: — “¡Papá, ya es hora! ¡La gente está esperando!” Pero Don Juan, tranquilo, sentado con su bastón y mirada firme, respondía con serenidad y sabiduría: — “La procesión sale cuando tenga que salir.” Y así era. No había reloj ni campana que apurara la decisión del patriarca. Él marcaba el inicio, como si incluso el tiempo le tuviera respeto. Esa escena, repetida cada año, no solo mostraba el respeto que le teníamos, sino también cómo el legado de liderazgo, fe y calma se transmitía de generación en generación. Hoy, cuando escucho una campana o veo a alguien organizar una procesión, no puedo evitar pensar en ese momento… y en cómo el corazón de la familia Quiroz latía al ritmo que Don Juan marcaba.

✨ Las enseñanzas de mi tía Teresa, en Semana Santa

Cada Semana Santa, la procesión del Santo Sepulcro de la Iglesia Señor de la Caña no solo era un acto de fe, sino también una verdadera escuela de vida para los más pequeños de la familia. Recuerdo con cariño aquellos años en los que, siendo niños, salíamos con entusiasmo a vender velas durante la procesión. No lo hacíamos por obligación, sino como parte de la tradición que nos unía, nos formaba y nos enseñaba desde el corazón. Pero había algo que no podía faltar en esos días: la supervisión y ternura de mi tía Tere. Ella era firme, cariñosa y sabia. Antes de dejarnos salir con las velas, se aseguraba de que supiéramos dar bien el vuelto. Nos tomaba la lección, una y otra vez: —“A ver, si una vela cuesta 80 céntimos y te dan un sol, ¿cuánto das de vuelto?” —nos preguntaba con una ceja levantada y esa sonrisa que decía “te estoy enseñando para la vida”. Aquellas lecciones, simples en apariencia, eran más que matemáticas. Nos enseñaban responsabilidad, confianza y el valor del trabajo honesto. Y mientras lo hacíamos, la fe caminaba con nosotros: entre cirios encendidos, cánticos y la mirada serena del Señor de la Caña. Hoy, cada vez que veo una vela encendida o escucho una procesión en la distancia, vuelvo a ser ese niño con una cajita en la mano, el corazón emocionado… y la voz de mi tía Tere guiándome.