🎉 Carnavales en la familia Quiroz

Los carnavales en la familia Quiroz siempre estuvieron llenos de alegría y tradición. La celebración comenzaba días antes, cuando se preparaba la famosa chicha blanca de la tía Guillermina, una bebida especial hecha con frutas, refrescante y única, esperada por todos.

El ambiente festivo lo encendía la tía Julia, quien era la primera en comenzar el juego: salía con una sonrisa pícara y un balde de agua, dispuesta a mojar a los varones de la familia. Entre risas, carreras y gritos alegres, el espíritu del carnaval se hacía presente con toda su fuerza.

Al final del día, ya empapados y felices, todos se reunían para compartir la deliciosa chicha blanca. Era más que una bebida: era el símbolo de una familia unida, de momentos compartidos, y de una alegría que se transmitía de generación en generación.

🏡 Los domingos en casa de la tía Indalecia

Los domingos tenían un significado especial en la casa de mi tía Indalecia, la hermana mayor de los hijos de Don Juan Quiroz. Desde muy joven, ella asumió el rol de segunda madre, cuidando con dedicación a sus hermanos menores. Incluso después de casarse y formar su propia familia, nunca dejó de lado ese lazo profundo que la unía con los suyos.

Durante muchos años, los domingos fueron sinónimo de reunión familiar. La casa de la tía Indalecia se llenaba de risas, anécdotas y el bullicio alegre de los hermanos Quiroz, el papá Juan, y todos sus descendientes. Era una tradición que fortalecía los lazos, un espacio donde el amor familiar se servía junto con el almuerzo. Nadie faltaba, porque estar ahí no era una obligación, era un privilegio. Era sentirse parte de algo más grande: una familia unida por el cariño, el respeto y la memoria de quienes sembraron esas raíces.

Y en medio de esa calidez, había un aroma especial que marcaba la llegada del mediodía: el delicioso olor a comida casera. Era la tía Julia, hermana de Indalecia, quien se encargaba de cocinar, y siempre estaba acompañada por Dorita, con quien hacía un equipo entrañable en la cocina. Juntas preparaban los platos con paciencia y esmero, sabiendo que no solo alimentaban cuerpos, sino también corazones. Cada comida era una muestra de amor, un recuerdo que se quedó grabado en todos los que tuvieron la suerte de sentarse a esa mesa.

🎵 El Miserere de las hermanas Quiroz

En las noches solemnes de Semana Santa, cuando el silencio se volvía oración y la calle se convertía en templo, había un momento que todos esperaban con el alma en vilo: el canto del Miserere. Eran mis tías, Yolita y Julia, quienes se encargaban de entonarlo. Dos voces distintas, pero hermanadas por la fe, se alzaban en la penumbra con una fuerza suave pero conmovedora. Cantaban desde el corazón, sin micrófonos, sin partituras, solo con el eco de la tradición y la emoción contenida de quienes saben lo que están cantando. El Miserere, ese salmo de arrepentimiento y entrega, sonaba distinto en sus voces… más íntimo, más humano, más nuestro. Los vecinos callaban. La procesión se detenía por unos segundos. Y todos sabían que ese momento era sagrado. No era solo un canto: era un rezo compartido, una herencia de fe que pasaba de generación en generación a través de sus gargantas firmes, y sus corazones encendidos. Hoy, si cierro los ojos, todavía puedo escuchar sus voces mezcladas con el incienso, el murmullo de la procesión y el aroma a velas. Porque cuando cantaban mis tías, no solo se escuchaba el Miserere. Se escuchaba el alma de la familia Quiroz.

🕯️ Las velas verdes del papá Juan

En cada familia hay detalles que la hacen única, gestos pequeños que se convierten en símbolos grandes. En la nuestra, uno de esos gestos venía de papá Juan, el corazón firme y sereno del legado Quiroz. Papá Juan no solo era quien decidía la hora de la procesión —también tenía su propia forma de preparar el camino del Señor. Con dedicación y paciencia, él mismo hacía las velas que alumbraban la imagen sagrada en Semana Santa. Pero no eran velas comunes. Eran velas verdes. Verdes como la esperanza. Verdes como las huertas de antaño. Verdes como el alma tranquila de quien confía en el camino de Dios. A los niños nos llamaba la atención ese color. Era diferente, especial. Y aunque no entendíamos del todo por qué, sabíamos que esas velas tenían un sentido. No eran solo luz, eran tradición. Eran parte del sello de la familia. Hoy, cada vez que veo una vela encendida —y más aún si tiene un tono verdoso— no puedo evitar sonreír y pensar: esa es una vela como las del papá Juan. Y así, en cada llama, su legado sigue iluminando nuestras vidas.

🌼 El camino florecido del Señor

Mi mamá Isabel solía contarme una de esas historias que no se olvidan, de esas que se quedan tatuadas en el alma. Recordaba con ternura cómo, siendo aún joven, vivía la Semana Santa con la inocencia y la devoción más pura.
Junto a su cuñada, mi querida tía Lucha, salían temprano por la mañana con sus pequeñas canastas rumbo a las huertas cercanas —esas que entonces eran parte del paisaje cotidiano y del latido de la comunidad—.
Iban con una ilusión clara y sencilla: recolectar flores para la procesión. No eran flores compradas, sino escogidas con esmero, aún con la tierra fresca en los tallos, como un tributo humilde nacido del amor.

Durante la procesión, caminaban delante de la imagen de cristo del Señor de la Caña, lanzando pétalos con cuidado, como si cada uno fuera una oración muda, un gesto sagrado. Las flores alfombraban el camino y llenaban el aire de aroma, convirtiendo la calle en un santuario efímero pero eterno en el recuerdo.

Esa costumbre, narrada siempre con dulzura por mi mamá, me enseña que el amor por la fe nace en la infancia, en esos gestos sencillos y verdaderos que florecen en la memoria y echan raíces en el alma de una familia.